El magnate de los Astilleros de Cádiz y amigo íntimo de Indalecio Prieto que compraba arte en París
Horacio Echevarrieta (Bilbao, 1870), contemporáneo –aunque mucho más desconocido– del financiero Juan March, el fundador de Banca March, fue uno de los empresarios españoles más acaudalados del pasado S. XX al heredar de la mano de su padre, Cosme Echevarrieta, uno de los grupos mineros más poderosos de Vizcaya: la comunidad de bienes Echevarrieta y Larrinága. La familia Echevarrieta, gracias al arrojo y la sed de progreso del industrial, que conoció el éxito y el fracaso a partes iguales, jamás conoció la miseria, ni siquiera cuando a partir de la II Guerra Mundial sus negocios comenzaron a menguar de manera vertiginosa debido a la acumulación de deudas, el fin de las colaboraciones militares con Alemania y España, así como las constantes inversiones millonarias que requerían los Astilleros de Cádiz.
El industrial vasco, de ideología republicana, al igual que su padre, siempre se relacionó de manera solvente con todos los sistemas políticos de España, ya fueran dictatoriales, monárquicos o republicanos. “Disponía de un amplio grupo de amigos políticos y de unos privilegiados contactos con el poder. Pagó a ministros, diputados y jueces –efectuando prácticas consideradas hoy como corruptas– y atendió a las peticiones de personas con capacidad de decisión en las instituciones del Estado”, según señala Pablo Díaz Morlán en la biografía ‘Horacio Echevarrieta. El capitalista republicano’ (LID Editorial).
Fue íntimo amigo de Indalecio Prieto –con el que tuvo algún desencuentro durante la II República a partir de 1931– y gozó, además, de una estrecha relación con José Antonio Primo de Rivera y con Alfonso XIII, quienes le debían, según la misma publicación, las gestiones con Abd el-Krim para la pacificación de Marruecos, hasta que el Rey abandonó España tras la proclamación de la II República. No obstante, el empresario y el monarca siguieron coincidiendo en Biarritz, la zona costera gala donde solían veranear la mayor parte de las clases pudientes de la España de entonces.
Echevarrieta, además de hacer prosperar los negocios que había heredado y diversificar la compañía con el transporte marítimo y también aéreo, pues fue el promotor de Aero Lloyd Español –lo que más tarde sería Iberia–, tenía algunas aficiones privadas propias de su clase social como la caza o la navegación, así como el mecenazgo y la compra de obras de arte de artistas contemporáneos y la colaboración con organizaciones culturales como el Ateneo de Madrid, la sociedad bilbaína de El Sitio o la Orquesta Filarmónica de Madrid.
A menudo, los –nuevos– adinerados, sólo hay que recordar el Joan Miró en casa de Juan Antonio Roca, uno de los cabecillas del Caso Malaya, usan la compra del arte como si con ello adquirieran de manera inmediata conocimientos artísticos o sensibilidad hacia ciertas disciplinas artísticas. O, en el peor de los casos, además, como si al comprar piezas de grandes artistas a estos nuevos ricos se les brindara un estatus social que sólo está al alcance de unos pocos millonarios de cuna. Un fenómeno, tan usual entre las clases altas que no siempre lo fueron, que ha sido denominado como “cultura pecuniaria” por el autor galo Jean Marie Moine y que no significa otra cosa que Intentar comprar cultura a cambio de dinero con el objeto último de obtener un nivel cultural acorde con la elevada posición social alcanzada.
No obstante, y siendo fieles a la verdad, lo más probable –“no de otra forma debe entenderse el pago de las elevadas cantidades desembolsadas para hacerse con determinados cuadros”, señala el autor de esta biografía– en el caso del empresario vasco y algunos de sus ricos contemporáneos, es que adquiriera arte que más tarde se pudiera vender y revalorizar en el caso de ser vendidos. Echevarrieta, según Díaz Morlón, fue un ejemplo destacado en este tipo de comportamientos porque su afición al arte lo empujó a comprar una decena de obras de Corot, Carreño Miranda, Canaletto, Regoyos, Gauguin o Zuloaga, entre otros, aunque más tarde, cuando los negocios comenzaron a decrecer y el pasivo de sus empresas comenzaba a ahogar los beneficios, decidió deshacerse de gran parte de las compras artísticas, aunque se desconoce con seguridad cuáles de ellas siguen en manos de la familia, tal y como afirma el citado libro.
Lo que sí está documentado es la venta de 17 cuadros, entre los que se encontraban obras firmadas por los autores del realismo, el simbolismo o el impresionismo, en enero de 1935 al anticuario catalán David Díaz-Marcos por la que recibió 97.000 pesetas. Mismo mes en el que, además, vendió un lienzo de Canaletto a Adolfo Arenaza, un empresario vasco “metido por vía matrimonial en el negocio de las gasolineras, tratante de pintura y, además, propietario de Hércules Films, una marca productora inactiva desde la guerra (1936 -1939) que se reconstituye oficialmente en mayo de 1941”, según el libro ‘Antonio Román, un cineasta de posguerra’ de Pepe Coira y, también, siempre según ‘¿Qué me estás cantando? Memoria de un siglo de canciones’ de Fidel Moreno, amante de Lola Flores a razón del pago de 50.000 pesetas y productor de ‘Zambra’, el espectáculo flamenco protagonizado por la artista y Manolo Caracol.
Pero, si algo caracterizó al vasco a la hora de relacionarse con el arte, tanto de épocas anteriores como contemporáneas, fue la protección y mecenazgo que brindó a artistas vascos de primera fila como fueron Francisco Iturrino y Paco Durrio, pintor y escultor, respectivamente, aunque sería el segundo el que más influencia tendría en la colección de Echevarrieta. Durrio vivía en París desde 1903, ciudad de la que emergieron la mayor parte de los movimientos de vanguardia, y allí fue mantenido por Echevarrieta con el fin de que le buscara y le seleccionara obras de arte a modo de marchante, al tiempo que le encargó trabajos de escultura muy importantes, como fue el mausoleo familiar en el cementerio de Algorta donde más tarde, en los años 60, fueron enterrados los restos mortales del industrial.
Durrio, por lo tanto, tuvo con Echevarrieta un trato directo e introdujo en Bilbao la obra de Gauguin –del que era amigo personal, en Bilbao, aunque sin demasiado éxito, ciertamente, ya que sólo consiguió vender algunas de las obras del autor posimpresionista en España–, así como la de Corot –por el que se pedían sólo 18.000 francos– o Veronés, tal y como atestiguan las misivas que llegaban de Francia: “Tú que estás al tanto de lo que se paga por estos artistas, comprenderás fácilmente que la valoración de estas obras esta hecha muy por debajo de lo acostumbrado en el mercado. Si te hallas en disposición de emplear bien unas pesetas, no vaciles en aprovechar esta ocasión si pocas veces se presenta”.
Echevarrieta, que pocas veces sentía pereza a la hora de invertir en arte, pagó 100.000 pesetas por ‘La Virgen del caballero de Montesa’ de Paolo de San Leocadio, una obra que en 1919 se cede por el mismo precio al Museo del Prado “ante las insistentes peticiones de su director, Aureliano Beruete” y que la pinacoteca pudo comprar gracias a la apertura de una suscripción pública con la que logró reunir casi 76.000 pesetas, encontrándose entre los donantes los Reyes de España. Es decir, lo que hoy conocemos como crowdfunding, una herramienta a través de la cual la sociedad civil se sumerge en el devenir de la colección del Prado, un instrumento que este 2019 ha revivido bajo la dirección de Miguel Falomir con motivo del Bicentenario del museo del Paseo del Prado para adquirir ‘Retrato de niña con paloma’ de Simon Vouet o el Museo Thyssen para restaurar ‘La plaza de San Marcos’ de Canaletto.